martes, septiembre 26, 2006

el amor puro

Al describir al Caballero Andante, Cervantes dice: “El Caballero Andante explora todos los rincones del mundo, entra en los laberintos más complicados, realiza lo imposible a cada paso, soporta los terribles rayos del sol en desiertos deshabitados, la inclemencia del viento y el hielo en invierno; los leones no pueden acobardarlo ni los demonios atemorizarlo, pues buscar el ataque y vencerlo es la misión de su vida y su deber”.

Es curioso lo que el idiota y el cobarde tienen en común con el Caballero Andante. El idiota cree pese a todo, cree frente a lo imposible. El cobarde arrostra todos los peligros, corre todos los riesgos, no teme nada, absolutamente nada, excepto la pérdida de aquello que se esfuerza, impotente, por retener.

Es una gran tentación decir que el amor nunca volvió cobarde a nadie. Tal vez el amor auténtico, no. Pero, ¿quién de nosotros ha conocido el amor auténtico? ¿quién es tan amoroso, confiado y creyente, que no vendería el alma al diablo antes que ver a su amada torturada, asesinada o deshonrada? ¿quién está tan seguro y se siente tan fuerte, que no bajaría de su trono para afirmar su amor? Es cierto que ha habido grandes figuras que han aceptado su suerte, que se han mantenido aparte en silencio y soledad y han sufrido amargamente. ¿Debemos admirarlas o compadecerlas? Ni siquiera el más grande de los amantes abandonados ha sido capaz nunca de pasearse jubiloso y exclamar: “!todo está bien en el mundo!”
En el amor puro (que sin duda no existe excepto en nuestra imaginación), dice alguien que admiro, “el que da no es consciente de que da ni sabe lo que da ni a quien lo da y menos aún sabe si quien lo recibe lo aprecia o no”.

Con todo mi corazón, digo: D´acord! Pero nunca he conocido a una persona capaz de expresar semejante amor. Tal vez quienes y ano necesiten el amor puedan aspirar a ese papel.
Estar libre de la esclavitud del amor, arder como una vela, consumirse de amor: ¡qué dicha! ¿Es posible para seres como nosotros, débiles, orgullosos, vanidosos, posesivos, envidiosos, celosos, obstinados, implacables? Es evidente que no. Para nosotros, la lucha incesante unos contra otros: en el vacío de la mente. Para nosotros, la condena la condena eterna. Creyendo que necesitamos amor, dejamos de dar amor, dejamos de ser amados.

Pero hasta nosotros, por despreciables y débiles que seamos, experimentamos en alguna ocasión algo de ese amor verdadero y desinteresado. ¿quién de nosotros no se ha dicho con su ciega adoración de alguien inalcanzable: ¡qué importa que no sea mía nunca! ¡Lo único importante es que yo pueda adorarla e idolatrarla para siempre!? Y aunque esa visión elevada sea insostenible, el amante que razona así pisa terreno firme. Ha conocido un momento de amor puro. Ningún otro amor, por sereno y sufrido que sea, puede compararse con él.
Por efímero que sea ese amor, ¿podemos decir que ha habido una pérdida? La única pérdida posible -¡y qué bien lo sabe el amante auténtico!- es la falta de ese afecto imperecedero que la otra persona inspiraba. Qué día gris, deprimente, ominoso aquel en que el amante comprende de pronto que ha dejado de estar poseído, que está curado, por así decir, de su gran amor. Cuando lo califica, aun inconscientemente, de “locura”. La sensación de alivio causada por ese despertar puede hacernos creer con toda sinceridad que hemos recuperado la libertad. Pero ¡a qué precio! ¡qué libertad tan pobre! ¿acaso no es una calamidad volver a mirar el mundo con la visión y cordura cotidianas? ¿es que no es desgarrador verse rodeado de seres conocidos y vulgares? ¿acaso no es aterrador pensar que debemos continuar, pero con piedras en el vientre y grava en la boca? ¿descubrir cenizas, nada más que cenizas, donde en tiempos hubo soles abrasadores, maravillas, glorias, maravillas de maravillas, y todo ello creado espontáneamente como por arte de magia?...

Miller

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